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  • Fantasmas para la reeducación

    Mientras no sepa uno en qué laberinto anda preso, malamente nos va a dar nadie, desde fuera, llave alguna para salir de él.

    La búsqueda de interlocutor. Carmen Martin Gaite.

    Creo ser persona tranquila, racional  y (aunque ni siempre ni en todo momento) sosegada. Pese a ello, hay tres cosas que gestiono mal, que magnifico en demasía y en las que me resulta difícil tener pensamientos (y comportamientos) lógicos o razonables: las visitas al dentista, la presencia de bichos en mi entorno o todo aquello que tenga que ver con coches y conducir.

    Son tres temas en los que sobre-reacciono, me vuelvo ilógica y magnifico problemáticas o consecuencias. La irracionalidad se dispara. El pensamiento se transforma en extremo, absurdo y radical. En el fondo (y en la superficie) es el miedo quien habla, quien actúa, quien toma decisiones. Es quien controla y domina la situación.

    Soy consciente de esta perdida de control. O mejor dicho, de mi incapacidad para gestionar de manera positiva estos tres miedos irracionales que me parten por dentro, me impiden pensar con claridad y paralizan y tergiversan mi manera de proceder. Sirva como ejemplo mi percance de esta semana. Irrelevante para la mayoría de las personas a mi alrededor. Motivo de insomnio para mí… 🥺🥺🥺🥺

    Sin quitar importancia a las indeseables consecuencias de permitir llevar el timón al miedo, lo cierto es que hay una cuestión que me preocupa aún más y que creo es menos visible (y más difícil de reconocer): ante estos escenarios mal gestionados surgen mis instintos más primarios, los reptilianos, aquellos difíciles de reconocer en público por feos, rastreros e indeseables. Pero no por ello menos comunes o frecuentes.

    Precisamente es desde esta imagen defectuosa y socialmente repudiada desde donde me intento posicionar en el análisis delictivo de las personas con quien trabajo. Sin posibilidad de juzgar (porque me estaría juzgando a mí misma) y con la consciencia de una culpa (culpa, no responsabilidad) que se adhiere y nos (me) abochorna. Partir de mis errores y fracasos me facilita enfrentarme a los porqués, a los motivos, a los factores de riesgo. Para mí es más sencillo comprender y apostar por el retorno, el crecimiento y el regreso desde la propia vergüenza y experiencia.

    Vivimos en mundos idealizados, idílicos, supuestamente perfectos y con el postureo como carta de presentación. Admitir los propios fallos, más cuando son cutres e innobles, se antoja vergonzoso y deshonroso para personas con supuesta ‘moralidad normativa’ y sin ‘valores delincuenciales’. En este escenario bucólico e ideal, para las personas privadas de libertad la reinserción social de se torna aún más compleja y costosa.  Preocupantemente dudosa.

    Quizá el primer paso para reeducar sea precisamente (auto)conocernos para (auto)aceptarnos y aprender a gestionar y modelar comportamientos que – en el fondo – nos están haciendo daño. Sin necesidad de difundir nuestras miserias ni autoflagelarnos, puede que necesitemos sabernos, aprendernos y no negarlo en la sociedad. Con nuestras virtudes pero también con nuestros miedos, errores e indecorosos defectos. Comprender que todas y todos tenemos fantasmas que negar, conductas que esconder, motivos para olvidar. Y pese a ello, atrevernos a admitirlos, ser capaces de exponerlos con respeto, pedir perdón, decir lo siento y aprender a vivir a pesar de ello. Deshacernos de la culpa para asumir la responsabilidad.

    Comprender nuestros fantasmas, crecer y desarrollarnos como personas. Entender los fantasmas desde miradas sociales para prosperar como comunidad. Mostrarlos y poder seguir viviendo con y en la sociedad. Porque en definitiva, mejor fuera que dentro. Porque el perdón ajeno, además de ser más fácil, nos ayuda para alcanzar el (casi imposible) perdón propio.

    Sólo tenía un medicamento para mejorarse: contar su historia (Tierra sonámbula. Mia Couto).

  • Pensar a alguien

    Ojalá sepamos mostrarte la cara amablе del mundo
    Y te abrace еntre algodones cada noche un sueño profundo
    Sabes bien que te protegeré, pero tú solo tendrás que aprender a caer
    Y entender que en la vida todos buscamos querer y dejarnos querer

    La cara amable del mundo. Rozalen

    Cuando era (aún más) joven (😂) tenía un cuaderno para anotar mis objetivos vitales. De cuadrícula lineal, portada de piolin y brillo en los ojos, aquella libreta (guardada con cariño y una pizca de nostalgia entre mis estanterías) contenía sueños, aspiraciones y deseos, los más formales pero también, y sobre todo, los más locos y estrambóticos. Aquellos que nos definen y sustentan.

    La mirada al salir de la facultad tiende a ser espontánea, amable, utópica e idealista. Se sueña (afortunadamente) alto, valiente y sin filtros. Supongo que dependiendo de las áreas desde donde uno se posiciona, el horizonte que se dibuja adquiere tonalidades y gradaciones diferentes. El caso es que, el año que me gradué en Trabajo Social, recuerdo escribir con letra emocionada, fantasiosa, temblorosa e inocente: «Trabajar con personas, no trabajar en algo administrativo«.

    Trabajar con personas, con sus dudas, certezas, imperfecciones y vulnerabilidades. Trabajar con personas y, aún a riesgo de posibles e inevitables conflictos, ofrecer entusiasmo, idealismo, dudas, éxitos y fracasos. Trabajar con personas para conocer su mundo, que su esencia nos abrace y conquiste y poder compartir raíces.

    A mis 20 años lo tenía claro, camino de los 50 re-escribiría una vez más, cuál voto matrimonial, aquel objetivo lejano en el tiempo, cercano en la esencia. Trabajar con personas.

    Sin embargo, pese a los años transcurridos, ni mi yo del pasado ni mi yo actual somos capaces de nombrar o definir la emoción que me une a las personas con quien trabajo.

    ¿Podría decir que quiero a mis usuarias o usuarios? Demasiado intenso, quizá. ¿Los estimo, los aprecio, los valoro? Suena formal y encorsetado ¿Les tengo cariño? No son una mascota ¿Les atiendo, gestiono sus necesidades, promuevo bienestar? Académico y técnico. No soy capaz de localizar una palabra que lo defina como me gustaría, que lo precise tal y como lo siento.

    Sin saber nombrarlo con exactitud, quizá lo más próximo y acertado podría ser decir que ‘los pienso’. ‘Los pienso’ muchas veces y ‘los pienso’ mucho. Me preocupa que estén bien, que puedan reconstruir sus vidas y descubran su esencia, que encuentren la responsabilidad y se olviden de las culpas, el puritanismo, los estigmas o el desprecio. Que se vean en el espejo, se reconozcan, se quieran y se perdonen. Que se miren con dulzura y compasión. Que fabriquen y confíen en su felicidad.

    Comenzamos grupo en breve. Por delante, encuentros semanales donde definir, reconstruir, resituar y acompañar. Donde cuestionarse y aceptarse, como participante, pero también para comprenderse, asumirse, cuestionarse y perdonarse como acompañante.

    Estoy aterrada, lo confieso. Aterrada a la vez que emocionada, expectante y deseosa de comenzar. En mi interior, ‘los pienso’ para recordarles que siempre, siempre se está a tiempo. Y que a pesar de los errores, se puede (siempre) comenzar de nuevo.

    ‘Los pienso’ porque su felicidad ayuda (aunque sea un poquito) a sostener y mantener la mía. ‘Los pienso’ incluso aunque suene desafinado para poder seguir cantando y bailando.

  • Salamanca, la novia eterna

    Salamanca, la Blanca

    ¿quién la mantiene?

    Cuatro carboneritos

    que van y vienen.

    Copla popular

    Ha sido un deleite, un regalo para el alma, un refugio, un espacio donde resguardarse. Leer la recopilación de ensayos de Carmen Martín Gaite «La búsqueda de interlocutor» ha significado estar en casa, sentir el calor del hogar, el abrazo y amparo de sus palabras.

    Carmen Martín Gaite me conmueve, me cobija, me identifica.  Uno de mis deseos utópicos, sueños inconfesables e irrealizables, es la remota realidad de haber podido contar con Carmen entre mis amistades. Cada vez que he leído sus letras me he imaginado paseando con ella por las calles de Salamanca, tomando cafés por los bares más propios, honestos y sinceros de nuestra compartida ciudad.

    Ha sido referente y modelo femenino desde mis primeros pasos por la capital charra. Quizá, por ello, cada vez que veo el Monumento a Carmen Martín Gaite en la Plaza de los Bandos lanzo al aire besos emotivos, sinceros, sentidos y ocultos a posibles miradas indiscretas. Guiños secretos.

    Supongo que estaba condicionada y predispuesta a disfrutar con su lectura. Así, al recibir su libro como propuesta del club, lo acogi, cuál trofeo, con una mezcla de nervios, alegría, miedo y ganas de llorar. Me gustaría estar a la altura de semejante regalo. El detalle definitivo, el elemento concluyente para sumergirme en sus letras con emoción, expectación, entusiasmo y mucha ternura fue descubrir entre el recopilatorio un artículo titulado de la misma manera que la entrada de este blog: Salamanca, la novia eterna.

    He leído cada uno de sus artículos con detalle, anotando frases que me atrapaban, riendo, reflexionando, disfrutando cada momento, cada idea, cada metáfora y giro en frases repletas de significado. Celebrando su escritura, viviendo su lectura. Al finalizar cada uno de ellos sabía que estaba más próxima al que tenía mi ilusión secuestrada, al que suponía me iba a emocionar y regalar, una vez más, parte de mi identidad: conocer de primera mano los paseos y miradas de Carmen por la ciudad que me sostiene, que es mi refugio y donde he sido (y sigo siendo) tan feliz: mi Salamanca querida.

    Al igual que Carmen, especialmente durante mis primeros años de facultad, daba rodeos inútiles antes de llegar a casa, me obcecaba en que la Plaza Mayor se cruzara en todos mis destinos, respiraba con profundidad el aroma del río Tormes, aspiraba sonidos y colores, me refugiaba entre sus piedras blancas, serenas y pacientes, soporte y sostén, protección y amparo, orgullo y abrazo.

    Recuerdo alguna visita fugaz a Salamanca en mis años de infancia, una fachada de Universidad, muchas curvas camino a una sierra con nombre de país extranjero que, a mis pocos años, situaba tan lejano de mi tierra que me generaba confusión y desorientación. Lo propio para quien ha nacido en Valladolid y tiene el radar completamente desacoplado y desconectado.

    Con el inicio de milenio, recién estrenado, llegué por primera vez con maletas a una ciudad misteriosa, luminosa, repleta de leyendas y recovecos. Mi primer paseo por sus piedras doradas me estremeció tanto como me cautivó. Comenzamos una relación idílica que se mantiene en luna de miel pese a los años transcurridos. De hecho, aún no sé discernir si me enamoré más de quién hoy es mi marido o de una ciudad con nombre abierto y torres elegantes y majestuosas que obligan a elevar la mirada hacia cielos de insospechada nobleza y belleza.

    Salamanca me ha sostenido siempre. Pasear por sus calles silenciosas en las primeras horas, bulliciosas y alegres con la puesta de sol, adornadas en miles de esquinas con músicas de todo tipo y rincones con encanto me recuerda una y mil veces lo generosa que ha sido la vida con nosotros. Contemplar sus torres desde la distancia, con miedo en la mirada y mascarilla en la sonrisa, me sosegó sin parangón en épocas de pánico, angustia y terror. Saberla protectora, guardiana, vigilante frente a una pandemia sin tregua es de los recuerdos más nítidos y bonitos que atesoro en mi memoria. Evocaciones que aún provocan paz y sosiego.

    Pero si hay un detalle que me estremece y me hace volar es escuchar Salamanca en las voces de mis hijas, ver sus pies danzar al ritmo de la gaita y tamboril en bailes que emocionan. El son de Salamanca me hace sentir en casa. Al cantarla, me acoge entre sus brazos, me acuna en su regazo y me enamora, una vez más, hasta la parte más recóndita de mi identidad.

    Al igual que Carmen, yo también estoy segura de que la Salamanca que yo veía no la había mirado nadie así. Por eso era mía, aún sin pertenecerme.

    Quizá para ser de Salamanca no es necesario haber nacido aquí. Para ser de Salamanca hay que vivirla, hay que soñarla, hay que quererla y, sobre todo, como los carboneritos de la canción, hay que mantenerla viva siempre.

    A nuestra Salamanca, la Blanca.

  • La certidumbre de la muerte

    Porque la muerte, ese hachazo fulminante, es también un manotazo de aviso que se ha desatado sobre nosotros, los amigos de su edad.

    La búsqueda de interlocutor. Carmen Martín Gaite

    ¿Qué decir de la muerte? ¿Cómo posicionarnos ante ese inquietante, desconocido y aterrador instante en el que dejas de existir, desapareces para siempre? ¿Sabemos que somos finitos, que tenemos un final? ¿Nos comportamos desde esa consciencia o miramos para otro lado? ¿Rechazamos admitir una realidad que a todos nos atraviesa?

    La muerte, el final de nuestro días, tiende a ser negado, oculto, escondido, silenciado por nosotros, por nuestro subconsciente y nuestro consciente, más ocupado en atender y centrarse en asuntos de mayor tranquilidad, placidez y sosiego.

    Lo cierto es que la muerte es algo en lo que no solo no deseamos pensar sino que huimos de ella y de lo que significa. Todos y todas tenemos palabras compartidas de consuelo, mensajes socialmente consensuados para ofrecer afecto y soporte en estas situaciones de dolor. Para no mirar de frente y sin escudos al miedo, al desconsuelo, a la angustia y la tristeza de decir adiós.

    No me quiero morir. Me asusta mi propia muerte. Sin embargo me aterra aún más la muerte de las personas que quiero, aquellas con quienes habito el mismo tiempo, espacio y lugar, con quienes comparto las rutinas de nuestros días, que representan la urdimbre de nuestros relatos, narraciones y vivencias.

    Siempre he pensado que al morir, dejamos de existir en este mundo para trasladarnos a un planeta genuino, sincero y dulcificado: el de los recuerdos. Vivir en la memoria de alguien, que alguien viva en la nuestra como esperanza y atenuante al dolor, a la tristeza de despedirse para siempre.

    La muerte de generaciones anteriores me provoca tristeza. La muerte de mi generación, miedo y ansiedad.  En ambos casos, la posibilidad de vivir en el recuerdo me ampara y protege. Reconforta, aunque sea en parte, y atempera emociones difíciles de gestionar.

    Sin embargo, la muerte de generaciones posteriores rompe por la mitad, araña el corazón, limita la capacidad de respirar, congela cualquier atisbo de esperanza, enmudece palabras de consuelo y estrangula los abrazos donde poderse refugiar.

    Interpretar la muerte como despedida, pero sobre todo como fracaso, como un espacio oscuro y tenebroso donde emergen las culpas, las riñas a destiempos, el no hacer caso, no escuchar, no abrazar sin medida por las prisas del día a día. Pero sobre todo, la percepción errónea, martirizante y equivocada de no haber hecho todo lo posible, de haber fallado en nuestra función de proteger.  Admitir que todo el amor del mundo no ha sido suficiente para defender, para escudar, para sostener y ofrecer posibilidades e ilusión.

    Sobrevivir generaciones futuras nos condena a un presente sin futuro, confeccionado con retazos y destellos del pasado, sin la posibilidad de los días venideros.

    No encuentro consuelo para despedir la vida de quien muere antes de tiempo. Quizá el único alivio sea detenerse a mirar despacio el pasado, sin culpas ni condenas para recordar que hicimos todo lo que pudimos y supimos para ofrecer felicidad, para brindar abrazos y consuelo en los dias tristes, sonrisas y compañía en los momentos alegres, oportunidades, caminos y posibilidades ante futuros aún sin estrenar. Observar el pasado con serenidad para vivir en un presente de recuerdos felices, honestos y duraderos.

    Para que el pasado nos permita, pese a todo, seguir viviendo.

  • Miradas vulnerables, miradas que protegen

    La maldad no es algo sobrehumano, es algo menos que humano.

    Agatha Christie

    Era otoño. Fin de semana. Finales de los ochenta. Niñas y niños jugando en la calle sin mayor obligación que disfrutar de la vida como sólo durante la infancia se sabe hacer: sin duelos ni obligaciones. Sin pasados ni futuros. Las calles sonreían a la algarabía confusa de la infancia gritando, jugando y corriendo a la vez , sin apenas coches, peligros ni riesgos más allá de frecuentes rasguños en la piel o rotos y sospechosas manchas en la ropa.

    Era otoño. Y en mitad de aquel tumulto de críos eufóricos y exaltados, dos hermanos escondidos en una esquina. Silenciosos, observadores, vigilantes. Una hermana mayor, un hermano menor con escasos años en sus vidas.

    Burlas, risas dolorosas, insultos y mofas. La alegría se tornó en desprecio y desdén. «Son pobres«, me clarificó una niña mayor a mi lado. «Fíjate en su ropa» añadió un muchacho ya casi adolescente como justificación a aquel ataque inhumano y sorprendente. Desde mis 8 o 9 años sólo alcancé a fijarme en su mirada. Una mirada triste y asustada en el hermano pequeño, una mirada vulnerable, desafiante y protectora en la hermana mayor.

    Aquellas miradas marcaron para siempre mi vida. Me regalaron tristeza, interrogantes, vergüenza y culpa. Pero sobre todo, aquellas miradas me legaron, sin yo saberlo, mi Ikigai. Mi razón de ser.

    Aprendí varias cosas esa tarde de otoño. Aprendí el miedo que la pobreza (material o humana) nos da. Preferimos burlarnos de las miserias ajenas antes que reconocer y superar las propias. Descubrí que en ocasiones es mejor no reprimir las ganas de abrazar, de cuidar, de proteger. Porque esos abrazos no dados son precisamente los que más nos duelen con el paso del tiempo. Comprendí que todas, que todos tenemos dos versiones en nosotros mismos. Bajo nuestra piel habitan los demonios mas crueles, pero también los ángeles más bondadosos. Entendí que todas y todos podemos ser víctimas y verdugos y que lo más importante es conocernos, examinarnos, aprendernos y aceptarnos. Modificarnos con cariño y afecto, con dulzura y compasión.

    Pero sobre todo encontré mi razón de ser, supe (sin saberlo entonces) que me gustaría aprender a ayudar, conocer estrategias para promover bienestar, para reducir y atenuar malestares, para acompañar a las personas en sus vulnerabilidades. En tan solo una mirada encontré el hueco exacto, el espacio y lugar donde ubicar mi futuro profesional. Miradas por las que estudié Trabajo Social. Miradas por las que jamás me arrepentí de aquella decisión.

    Ha pasado mucho tiempo y sin embargo, aún, los ojos se me empañan cuando recuerdo aquellos niños, esa ostentosa pobreza que generaba rabia, ofendía y provocaba odio. Aquel niño asustado, pero sobre todo aquella niña vulnerable que abrazaba a su hermano desafiando al desprecio, que protegía (pese al miedo) de la tristeza y la repulsa. Una heroína sin capa, una valiente venciendo el propio temor.

    Son varios años de trabajo en el medio penitenciario. Podría decir que tengo ya cierta experiencia: he vivido situaciones dolorosas, miserias y tristezas. Frustraciones, lágrimas y aprendizajes. Nuevos comienzos, errores propios, personas que se derrumban, que no encuentran su camino, éxitos y fracasos. Momentos de desolación, desamparo y angustia. Instantes que alumbran, emocionan y alegran.

    Son ya varios años y sin embargo creo que conservo aún la capacidad de sorprenderme: jamás antes había vivido un instante que me conectara de manera tan directa con aquellas miradas y la emoción que me generaron. Que me situara despojada y privada de armadura frente a mi propia vulnerabilidad.

    Esta semana ha sido una semana preciosa y luminosa. De orgullo y emoción. Satisfacción al descubrir comportamientos honestos, valientes, íntegros y justos. Conductas que protegen y defienden al más débil, que devuelven la confianza en el ser humano. Entre rejas hay mucha bondad y humanidad. De hecho, creo que algunos de los momentos más bonitos, generosos, valientes y bondadosos de mi vida los he vivido entre muros y concertinas.

    Emoción cuando al ir a tranquilizar y sostener, encuentras en la persona que crees más débil aquella mirada de hermana mayor, descubres a alguien valiente que protege, pese al miedo y al desconcierto, que se preocupa por las vulnerabilidades a su alrededor, que no quiere generar dolor ni preocupación.

    Es la primera vez que me ocurre. He necesitado tragar saliva varias veces, respirar y dejar hablar para no decir y romperme, para no emocionarme y ser incapaz de continuar hablando. Para no mostrar mi propia vulnerabilidad y emoción ante auténticas lecciones de vida.

    Aquellas miradas y la emoción que me generaron me llevan acompañando más de treinta años. Han viajado, han reído, han soñado, han llorado, han vivido, se han equivocado conmigo. Me pregunto si esas miradas se sentirían, hoy, orgullosas de mí. O al menos, pese a los infinitos y múltiples errores, satisfechas en conjunto con mis decisiones.

    Me pregunto si, tras el tiempo y los años pasados, aquellas miradas me seguirán, aún, reconociendo, abrigando y protegiendo.

  • Recursos inhumanos

    Toda su persona se resume en un comentario de una realidad simple y clara: está vivo porque ha matado a los demás.

    Recursos inhumanos. Pierre Lemaitre

    Recursos inhumanos, de Pierre Lemaitre. Me ha dejado sin palabras y con demasiados pensamientos en la cabeza.

    Con dureza, honestidad y cierta dosis de crueldad, Lemaitre describe la locura y el despropósito del mundo empresarial actual. Nos ofrece la visión del capitalismo más despiadado y de los efectos más dañinos de la competencia y rivalidad cruel, inhumana y extrema.

    Recursos inhumanos. Recursos faltos de humanidad, sin capacidad o interés en mostrar sensibilidad, compasión o solidaridad con las personas y especialmente con sus momentos de dificultad o adversidad.

    Alain Delambre fue, en su momento de mayor apogeo profesional, un importante ejecutivo de una multinacional cualquiera, de esas tan comunes y habituales en los escenarios laborales de los países europeos. Cuando alcanza cierta edad es despedido, cayendo en desgracia. Desde entonces busca desesperadamente un empleo, una manera de ganarse la vida chocando de frente con los impedimentos, los obstáculos y las miserias de un sistema cada vez más salvaje y desalmado, menos empático y compasivo.

    A través de las desventuras y aventuras de Alain (que son francamente abundantes) podemos vislumbrar miserias, comportamientos viles y ruines. Situaciones de una bajeza que estremecen y asombran. Pero que, sin embargo, somos muy capaces de comprender, entender, compartir y ejecutar, por mucho que nos moleste reconocerlo. En mitad de esta lucha carnal, destacaría un matiz, un destello, una sospecha: en este mundo (que es el nuestro) no es suficiente con tener dinero, poder o admiración profesional. No. En demasiadas ocasiones, lo que de verdad anhelamos y por lo que luchamos es por tener MÁS dinero, poder y admiración profesional que la persona que tenemos al lado. No es cuestión de cantidad. Es cuestión de competencia. No se trata de tener. De vivir bien. Se trata de tener MÁS. De vivir MEJOR. O quizá lo que de verdad queremos es que los demás tengan menos. Que vivan peor que nosotr@s.

    Frente a ello, frente al capitalismo sin ética, junto a Delambre, una manera de amar, de querer, de proteger y cuidar que enternece y conmueve. Que emociona y atenúa el dolor de sabernos – al menos en ocasiones – capaces de matar antes que morir. Generosidad, lealtad, desinterés, nobleza, honradez y afabilidad incluso en mitad de un capitalismo que nos roba el alma, la esencia y nuestras más profundas y arraigadas ideologías.

    Confieso que mientras leía «Recursos inhumanos» he reflexionado sobre mi propia inhumanidad.

    Lo he manifestado en infinitas ocasiones: soy una apasionada del Trabajo Social.

    El Trabajo Social me invita a vivir, me da ilusión, me da fuerza, es el motor de mi vida profesional, parte de mi identidad e incluso una importante parcela de mi personalidad. El Trabajo Social regala mucho margen para la creatividad y la imaginación. Libertad para buscar nuevos espacios, nuevas estrategias para definir, contextualizar y establecer. Permite crecer como profesión, soñar y volar con alas libres y seguras.

    Pese a ello, frente a la libertad y a una alegría difícil de definir con palabras, lo cierto es que desde el Trabajo Social son muchas, demasiadas las ocasiones donde encontramos muros de desprecio, desdén, menosprecio e indiferencia. Son demasiadas las ocasiones en las que percibes que no es que NO te quieran ver brillar, es que te quieren apagada, descolorida, debil y asustada.

    Soy inmensamente feliz con mi trabajo. Puedo crear, creer, imaginar e inventar nuevos proyectos. Me siento libre y creo que tengo cierto talento para ello. Entendiendo el talento como una capacidad ingente de esfuerzo y una voluntad férrea para intentarlo una y otra vez. Talento como combinación de grandes dosis de ilusión, utopía, deseos y trabajo.

    Sin embargo, al leer ‘Recursos inhumanos’ he conectado con un sentimiento difícil de reconocer, duro de verbalizar: la capacidad de odiar. Una mirada negra, viscosa, visceral y oscura como respuesta ante desplantes acumulativos, frente a desprecios y menosprecios amontonados en recuerdos imposibles de borrar.

    Y aunque no me guste recordarlo creo que es justo reconocerlo y reconocerse en ello.

    No encuentro las palabras exactas para definir con exactitud la imperiosa necesidad de encontrar mi lugar y mi espacio. No acierto con las frases ni el mensaje complejo, pero lo cierto es que cada noche me duermo recordando al karma promesas, alivio y descanso. Un regalo en forma de abandono que me permita un entorno donde no sospecharme despreciada, un espacio para olvidar el desasosiego permanente, la tristeza fría que se desliza cada mañana por mi espalda o la decepción y el miedo de saberme – en el fondo -tan inhumana, con tanta capacidad de odiar.

    Y aunque implicara perder una parte esencial de mi identidad, lo cierto es que desearía vivir sin recordar la indiferencia, la condescendencia, el desinterés o la insensibilidad ante sentimientos permanentes que (me) generan tanto dolor, rabia y desconsuelo.

    Perder una parte de la personalidad para ganar humanidad.

    «Recursos inhumanos«, de Pierre Lemaitre. Me ha dejado sin palabras, con demasiados pensamientos en la cabeza y con una idea como sugerencia: quizá debería ser lectura obligatoria en los entornos laborales. Para recordar la importancia de conservar la humanidad.

  • Todo salió bien

    Doña  Pizarra no entendía muy bien qué estaba ocurriendo. Días de silencio, pupitres quietos, aulas vacías y bibliotecas con todos los libros dentro. El Señor Borrador no tenía ocupación. Pasaba los días melancólico, deambulando sin rumbo fijo y limpiando sin descanso una pizarra impoluta.

    Aquella mañana, las tizas convocaron una reunión en el gimnasio. Doña Pizarra, Señor Borrador y las tizas se colocaron entre las espalderas, colchonetas y bancos. La tiza más antigua tomó la palabra:

    No es verano. Sin embargo, son varios  los días que llevamos sin clase. Hemos salido a la calle y hemos descubierto una situación horrible. Las niñas y los niños del país están encerrados en sus casas sin poder salir. No pueden venir al colegio.

    Un murmullo comenzó a escucharse en el gimnasio. Susurros silenciosos que fueron ganando intensidad, ampliando su volumen hasta convertirse en un estruendo envolvente. La tiza más antigua volvió a tomar la palabra:

    Desconocemos cuánto tiempo va a durar esta situación, pero tenemos que organizarnos. Convertir el colegio en un espacio seguro, libre de miedos.

    Todos los presentes asintieron. Estaban de acuerdo. Al principio propusieron ideas, tímidos, dubitativos. Se fueron animando y poco a poco ganaron seguridad en sus propuestas. Doña Pizarra, Señor Borrador y las tizas, juntas y juntos, diseñaron un plan.

    Las sonrisas retornaron, la música tintineó nuevamente por los pasillos y el optimismo y la esperanza regresaron a las aulas.

    Aquel septiembre el colegio abrió sus puertas. Con miedo y temor, pero con ilusión y confianza. Las niñas y los niños regresaron con sonrisas escondidas bajo divertidas mascarillas. El esfuerzo se vislumbraba en ojos comprometidos. Y los abrazos, incluso desde la distancia, se hicieron protagonistas.

    Entraron, por fin, en un colegio rebosante de alegría. En cada una de las aulas descubrieron corazones y arcoíris de tizas de colores. Y una enorme frase adornaba el encerado: “Todo salió bien. Gracias”.

  • El cansancio de estar cansada

    La técnica de administración del tiempo y «multitasking» no significa un progreso para la civilización. Se trata de una regresión. De hecho, está extendida entre los animales salvajes: es una técnica de atención imprescindible para la supervivencia en la selva.

    La sociedad del cansancio. Byung-Chul Han

    Estoy encantada con mi club de lectura. Así, sin matices ni prolegómenos. Este curso apenas estoy usando mi libro electrónico (¡ya llegará el verano!). A cambio me sumerjo entre páginas, portadas y olor a imprenta. Cada libro es un descubrimiento. Un regalo que nos saca de las zonas de confort por las que transitamos con seguridad. Cada sesión de puesta en común, una revelación, una parcela de reflexión, un espacio de aprendizaje.

    Esta semana hemos leído ensayo. Para ser más exacta, ensayo filosófico. Para alguien a quien le cuesta la filosofía y tiene cierta tendencia a despistarse con las musarañas ha sido todo un reto, para qué lo vamos a negar.

    «La sociedad del cansancio» de Byung – Chul Han nos sitúa frente a la sociedad actual desde un prisma particular: analiza la sociedad del rendimiento, de la autoexigencia productiva, de la autoexplotación sistemática a la que cada una/o nos exponemos con demasiada (e incluso permanente) frecuencia.

    Como resultado, el cansancio como amable desarme del yo, la autodestrucción personal, la autoaniquilación como sociedad, la histeria, el nerviosismo, la depresión, la hiperactividad, las enfermedades neuronales. Se ha transformado la sociedad, pasando a una violencia sistémica, inherente, inmanente al propio sistema.

    Una sociedad del rendimiento, donde nuestra obligación se ha transformado en la exigencia de vivir de forma activa (hiperactiva), con positividad máxima y felicidad permanente, donde el fracaso es NO conseguirlo, no ser suficiente. Fracaso que se traduce en depresión por no servir, en sentimientos de inferioridad e insuficiencia como contraposición al «Si, claro. Claro que se puede. Si no puedes es que no lo has intentado. La culpa es tuya«.

    Vivir en esta nueva modernidad nos libera de que nos opriman. No nos oprimen, porque ya lo hacemos nosotr@s, ya somos nosotr@s quienes nos oprimimos y nos presionamos hasta la extenuación. Es completamente perverso: «La hiperactiva agudización de la actividad transforma esta última en una hiperpasividad, estado en el cual uno sigue sin oponer resistencia a cualquier impulso e instinto».

    Sin tiempo para el aburrimiento o la reflexión, nos autoexplotamos. Pero además, creemos que nos estamos realizando. De locura.

    Una lectura interesante y necesaria. Una lectura que nos aporta reflexión y nos regala gafas filosóficas para permitirnos ser conscientes y críticos con las vidas que llevamos en la actualidad.

    Una mirada filosófica para recordarnos la importancia de parar, de permitirnos el aburrimiento, el ganduleo, el no hacer nada. La importancia de reflexionar, de dedicar tiempo a profundizar, lento, sin prisas ni furor. Despacio, con calma y relajación. Porque solo el que piensa, es capaz de modificar.

    Este ensayo me ha abierto miradas. Ha dibujado con palabras algunas sensaciones y emociones que llevaba un tiempo rumiando. Este ensayo me sugiere que, quizá, pueda intentar transformar mi autoexigencia permanente en autoconocimiento, deleite y calma. En reflexión y profundidad. Porque, puede que aprender a disfrutar y fluir sea el primer paso para caminar y construir. Para ser capaces de modificar.

  • Sumar, antes que condescender

    Condescender:

    1. Acomodarse por bondad al gusto o voluntad de alguien.

    2. Aceptar o tolerar con suficiencia o desdén.

    Real Academia Española

    Marzo está resultando un mes intenso. Puertas que se cierran, charcos sin posibilidad de saltar, pena y tristeza ante puntos finales (que esperemos puedan ser punto y seguido donde comenzar nuevos enunciados). Frente a ello, nuevos proyectos que ven la luz, ilusiones incipientes, reuniones, viajes, ideas, posibilidades y aprendizajes. Y en mitad de tanta vorágine, una escapada a tierras que son mi origen para acompañar a mi Espe querida en un reconocimiento más que justo y necesario: Esperanza Sánchez Craus, primera finalista en el Premio Mujer Líder en el Sector Público 2023.

    Orgullo, alegría inmensa y felicidad. Orgullo, liderazgo, compromiso y sororidad. Orgullo, alianzas y visibilidad.

    Ser trabajadora social penitenciaria y no romperse es difícil. Ser trabajadora social penitenciaria y alcanzar tanto, tantísimo como mi querida Espe ha conseguido es un triunfo (aún) de mayor valor si tenemos en cuenta el entorno donde desempeñamos nuestra profesión: un entorno que nos invisibiliza y nos niega de manera muy frecuente y tremendamente dolorosa.

    Un Congreso como punto de encuentro. Un congreso para compartir, interactuar y sonreír al futuro. Un congreso para defender el liderazgo feminista (que NO es lo mismo que liderazgo femenino), con mirada de género, que promueva igualdad, que busque nuevos caminos para crecer, que coloque el foco en las personas y promueva todo su potencial. Un liderazgo que crezca para hacer crecer. Que nos conecte con la empatía, con nuestro Ikigai, con nuestra razón de ser.

    Confieso que no era capaz de dejar de escribir. De volar desde Burgos hasta el infinito. De sonreír y contener la emoción. De soñar, anhelar, imaginar y creer. De celebrar y brindar por la sororidad y la justicia.

    Guardo en mi memoria (y en mi cuaderno) multitud de ideas, de conceptos, de reflexiones, de sensaciones. Y entre todas ellas, la profunda convicción, la imperiosa necesidad de desaprender para aprender. De comenzar procesos deconstructivos de nuestro patriarcalismo y emprender procesos impulsivos de nuestras capacidades.

    Creo no descubrir la pólvora ni desvelar secretos inconfesables si afirmo ser profundamente machista, tremendamente patriarcal. Son muchas, muchísimas las ocasiones en las que descubro en mí comportamientos que me (auto)indignan, claramente contrarios a la lucha por la igualdad que defiendo en todo contexto y lugar. Vulnerabilidades feministas. Quizá atreverse a descubrir y reconocer nuestras incoherencias, nuestros errores, nuestras debilidades sea el primer paso para avanzar, desde la autoaceptación y la serenidad, hacía una igualdad y equidad genuinas y auténticas.

    ¿Somos las mujeres nuestras propias enemigas? ¿Nos permitimos y ayudamos a crecer las unas a las otras? ¿Nos ponemos trabas? ¿La eterna rivalidad femenina de los cuentos infantiles la tenemos más incorporada en nuestras vidas de lo que nos gusta reconocer?

    Es una sospecha, tan solo un destello de tristeza, un reflejo de malestar. Pero, el freno a la igualdad del Trabajo Social Penitenciario, ¿acaso tiene nombre de mujer? Me niego a creer que sea así, quiero creer que no. Sin embargo, en ocasiones, me parece percibir cierta condescendencia, cierto desprecio escondido en situaciones aparentemente amables que me congela el corazón y borra de manera abrupta cualquier atisbo de esperanza.

    ¿Es el Trabajo Social Penitenciario freno para otros colectivos femeninos y feminizados en nuestro entorno? ¿Estamos coartando posibles avances y progresos de otras mujeres?

    ¿Tiene que ver la condescendencia, el desdén con posibles inseguridades? ¿La eterna rivalidad femenina lo que realmente esconde no es otra cosa que miedo y aprensión ante brillos ajenos? ¿No sabemos las mujeres brillar juntas? ¿Necesitamos brillar solas, asiladas en firmamentos que nos pertenezcan en exclusividad?

    Quizá el primer paso (o al menos el primero de los que me gustaría dar a mí) pase por el autoconocimiento y la autoestima tanto colectiva como individual. Pase por un quererse porque si, por comprender y aceptar comportamientos que nos generan dolor y reconvertirlos en sororidad, en admitir el talento ajeno y propio como herramienta para crecer, para construir, para liderar. Para que desparezca la precariedad en la que nos movemos de manera permanente.

    Frente a las diferencias, unión, alianzas, ciencia y sororidad. Frente a los conflictos, humildad, perdón antes que venganza, colaboración y cooperación antes que enemistad y competencia.

    Confiar plenamente en las personas a nuestro alrededor, confiar en su justicia, su igualdad y su ética. Confiar porque nos necesitamos. Confiar porque cuando sumamos miradas, potenciamos nuestro potencial.

    Una vez, gracias mi Espe por tu valentía y tu generosidad. Gracias por tu alianza y tu liderazgo. Gracias por visibilizar y por poner luz.

    Gracias porque al juntar miradas, unir esfuerzos y sumar juntas, estamos construyendo historia. La historia del Trabajo Social Penitenciario, un Trabajo Social sereno, brillante y sororo. Un Trabajo Social Penitenciario con raíces en el pasado y esperanza en el futuro. Un Trabajo Social Penitenciario nuestro, de nosotras para nosotras. De nosotras para la comunidad.

  • La soledad de lo social

    Soy una firme convencida de que mirar con buenos ojos a los demás nos hace mejores a los dos. El ejercicio de acompañar a los otros en sus malestares es una cuestión de confianza en las capacidades que sin duda están ahí, solo hay que buscarlas.

    Cuestión de confianza. Trabajo Social y tal. El blog de Belén Navarro

    No ha sido ésta una buena semana. Un catarro familiar que no termina de abandonarnos, un cansancio del que parece inviable librarse, un destino inesperado que hiela el corazón y congela la sonrisa y una visita al dentista que resucita miedos que creía ya superados.

    Una semana triste, nostálgica y melancólica.

    Son curiosas las vulnerabilidades e inseguridades de cada uno.  Cómo nos enfrentamos a nuestros secretos más inconfesables. La manera en la que administramos esperanza y valentía frente a nuestros miedos más temidos.

    Ha pasado ya bastante tiempo, y aunque duele recordarlo, debería confesar que mis inicios fueron duros y complejos. Sin entrar en detalles, sí recuerdo momentos, quizá demasiados, en los que apenas podía reprimir las lágrimas en el camino de vuelta a casa. Unas tareas laberínticas, un entorno intrincado, unas relaciones complejas. Y en mitad de la tormenta, yo, percibiéndome escasamente capaz, asustada y muy pequeña. Insignificante.

    Resulta sorprendente observar cuáles son las herramientas que movilizamos ante  situaciones de estrés y tensión. En mi caso desarrollé una inquietante obsesión por no tener problemas dentales. En mi cabeza me repetía una y otra vez que aún, pese a todo, tenía la posibilidad de sonreir. Que un entorno confuso y difícil no debía derrotar mi alegría. Y lo asocié con la imperiosa necesidad de una higiene bucal impecable unido a frecuentes y recurrentes visitas al dentista (alguna amiga sabe bien de lo que hablo, lo sufrieron en sus propias carnes).

    Al recordar momentos pasados (no necesariamente mejores) es cuando me doy cuenta de las dinámicas puestas en marcha. El tiempo suele tener esa capacidad, la de permitirnos descubrir lo que nos ha mantenido a flote, lo que nos ha impulsado a continuar. En mi caso, la posibilidad de sonreír fue soporte evidente. Pero sobre todo, la presencia y apoyo constante de mi querida Pili. Saberla cerca me generaba fuerza, tranquilidad y paz en momentos donde reinaba la confusión y el desasosiego. Quizá es precisamente en los espacios más hostiles donde más brillan las personas bonitas. Donde es posible brillar juntas. Sin rivalidad ni competencia.

    Que la semana en la que una visita de urgencia al dentista resucite ansiedades y temores que disparan alarmas sea precisamente la semana que coincide con destinos alejados de mi queridísima Pili me coloca ante escenarios jamás imaginados ni intuidos. Ante una escena lúgubre y siniestra sin guión al que aferrarnos. Ante un futuro remoto sin indicaciones ni pautas para poderlo gestionar. 

    Una semana triste, nostálgica y melancólica. Sin embargo, pese a lo mal que administro la tristeza y el miedo, lo cierto es que son precisamente estas emociones menos agradables las que facilitan las reflexiones y pensamientos más sorprendentes y acertados.

    Estos días de incertidumbre me conectan de manera irremediable con inquietudes viscosas, cuestionamientos nunca antes confesados y emociones que remueven, asustan y nos confrontan con realidades difíciles de verbalizar.

    Desconozco si es una sensación compartida por el conjunto de trabajadoras y trabajadores sociales. Ignoro si otras disciplinas viven esta  realidad de la misma manera. Hoy necesito explicarlo para dibujar con palabras la inquietud que llevo un tiempo rumiando: La soledad de lo social. Mi soledad como trabajadora social.

    El Trabajo Social es una disciplina reciente, moderna. Con apenas trayectoria reconocida en las directrices penitenciarias. Oculta y escasamente incorporada en nuestro contexto. Identificadas de manera permanente como «las asistentas«, el cajón de sastre, las chicas para todo (excepto para la ciencia), las «buenas samaritanas» cuya vocación asume y dirime cualquier atisbo de reivindicación.

    Ante un escenario tan «asistencial» cualquier intervención diferente a lo que «se espera como asistentas» viene acompañado (al menos en mi caso) de un pegajoso halo de inseguridad. De indecisiones, dudas, vacilaciones y recelos. Así, mi cabeza está en ebullición permanente entre lo que creo debe serquiero que sea frente a lo que percibo, otros, quieren que sea el Trabajo Social Penitenciario. Este auto-cuestionamiento permanente me hace sentir un frío difícil de compartir, una soledad que se adhiere a los poros de mi piel. Vulnerabilidad, indefensión, desesperanza y cansancio como compañeros no deseados de mi profesión.

    Frente a esta soledad difícil de confesar, al miedo a ser despreciada y cuestionada, al temor a fracasar y defraudar, la compañía dulce, segura y abrigada de mi querida Pili, compañeras y compañeros que sostienen desde la distancia y voces que cuestionan y sugieren posibles caminos. Y, sobre todo, la posibilidad de equivocarnos, identificarnos como metepatas, NO perfectas, autoreconocernos y comprendernos «erróneas» y pese a todo, incluso aunque sea por senderos equivocados, tener la valentía de seguir caminando y sonriendo. Porque como dicen mis hijas: «Mamá, si alguien te deja de querer por no tener una sonrisa perfecta, cuanto antes, mejor«

    La idea es desempeñar nuestro trabajo con el firme convencimiento de que es importante y de que nuestra actitud puede conseguir mejoras expansivas. Tratar de trabajar mejor es un imperativo ético.

    Belén Navarro. Trabajo Social y Tal.
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