Salamanca, la novia eterna

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Salamanca, la Blanca

¿quién la mantiene?

Cuatro carboneritos

que van y vienen.

Copla popular

Ha sido un deleite, un regalo para el alma, un refugio, un espacio donde resguardarse. Leer la recopilación de ensayos de Carmen Martín Gaite «La búsqueda de interlocutor» ha significado estar en casa, sentir el calor del hogar, el abrazo y amparo de sus palabras.

Carmen Martín Gaite me conmueve, me cobija, me identifica.  Uno de mis deseos utópicos, sueños inconfesables e irrealizables, es la remota realidad de haber podido contar con Carmen entre mis amistades. Cada vez que he leído sus letras me he imaginado paseando con ella por las calles de Salamanca, tomando cafés por los bares más propios, honestos y sinceros de nuestra compartida ciudad.

Ha sido referente y modelo femenino desde mis primeros pasos por la capital charra. Quizá, por ello, cada vez que veo el Monumento a Carmen Martín Gaite en la Plaza de los Bandos lanzo al aire besos emotivos, sinceros, sentidos y ocultos a posibles miradas indiscretas. Guiños secretos.

Supongo que estaba condicionada y predispuesta a disfrutar con su lectura. Así, al recibir su libro como propuesta del club, lo acogi, cuál trofeo, con una mezcla de nervios, alegría, miedo y ganas de llorar. Me gustaría estar a la altura de semejante regalo. El detalle definitivo, el elemento concluyente para sumergirme en sus letras con emoción, expectación, entusiasmo y mucha ternura fue descubrir entre el recopilatorio un artículo titulado de la misma manera que la entrada de este blog: Salamanca, la novia eterna.

He leído cada uno de sus artículos con detalle, anotando frases que me atrapaban, riendo, reflexionando, disfrutando cada momento, cada idea, cada metáfora y giro en frases repletas de significado. Celebrando su escritura, viviendo su lectura. Al finalizar cada uno de ellos sabía que estaba más próxima al que tenía mi ilusión secuestrada, al que suponía me iba a emocionar y regalar, una vez más, parte de mi identidad: conocer de primera mano los paseos y miradas de Carmen por la ciudad que me sostiene, que es mi refugio y donde he sido (y sigo siendo) tan feliz: mi Salamanca querida.

Al igual que Carmen, especialmente durante mis primeros años de facultad, daba rodeos inútiles antes de llegar a casa, me obcecaba en que la Plaza Mayor se cruzara en todos mis destinos, respiraba con profundidad el aroma del río Tormes, aspiraba sonidos y colores, me refugiaba entre sus piedras blancas, serenas y pacientes, soporte y sostén, protección y amparo, orgullo y abrazo.

Recuerdo alguna visita fugaz a Salamanca en mis años de infancia, una fachada de Universidad, muchas curvas camino a una sierra con nombre de país extranjero que, a mis pocos años, situaba tan lejano de mi tierra que me generaba confusión y desorientación. Lo propio para quien ha nacido en Valladolid y tiene el radar completamente desacoplado y desconectado.

Con el inicio de milenio, recién estrenado, llegué por primera vez con maletas a una ciudad misteriosa, luminosa, repleta de leyendas y recovecos. Mi primer paseo por sus piedras doradas me estremeció tanto como me cautivó. Comenzamos una relación idílica que se mantiene en luna de miel pese a los años transcurridos. De hecho, aún no sé discernir si me enamoré más de quién hoy es mi marido o de una ciudad con nombre abierto y torres elegantes y majestuosas que obligan a elevar la mirada hacia cielos de insospechada nobleza y belleza.

Salamanca me ha sostenido siempre. Pasear por sus calles silenciosas en las primeras horas, bulliciosas y alegres con la puesta de sol, adornadas en miles de esquinas con músicas de todo tipo y rincones con encanto me recuerda una y mil veces lo generosa que ha sido la vida con nosotros. Contemplar sus torres desde la distancia, con miedo en la mirada y mascarilla en la sonrisa, me sosegó sin parangón en épocas de pánico, angustia y terror. Saberla protectora, guardiana, vigilante frente a una pandemia sin tregua es de los recuerdos más nítidos y bonitos que atesoro en mi memoria. Evocaciones que aún provocan paz y sosiego.

Pero si hay un detalle que me estremece y me hace volar es escuchar Salamanca en las voces de mis hijas, ver sus pies danzar al ritmo de la gaita y tamboril en bailes que emocionan. El son de Salamanca me hace sentir en casa. Al cantarla, me acoge entre sus brazos, me acuna en su regazo y me enamora, una vez más, hasta la parte más recóndita de mi identidad.

Al igual que Carmen, yo también estoy segura de que la Salamanca que yo veía no la había mirado nadie así. Por eso era mía, aún sin pertenecerme.

Quizá para ser de Salamanca no es necesario haber nacido aquí. Para ser de Salamanca hay que vivirla, hay que soñarla, hay que quererla y, sobre todo, como los carboneritos de la canción, hay que mantenerla viva siempre.

A nuestra Salamanca, la Blanca.

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