La certidumbre de la muerte

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Porque la muerte, ese hachazo fulminante, es también un manotazo de aviso que se ha desatado sobre nosotros, los amigos de su edad.

La búsqueda de interlocutor. Carmen Martín Gaite

¿Qué decir de la muerte? ¿Cómo posicionarnos ante ese inquietante, desconocido y aterrador instante en el que dejas de existir, desapareces para siempre? ¿Sabemos que somos finitos, que tenemos un final? ¿Nos comportamos desde esa consciencia o miramos para otro lado? ¿Rechazamos admitir una realidad que a todos nos atraviesa?

La muerte, el final de nuestro días, tiende a ser negado, oculto, escondido, silenciado por nosotros, por nuestro subconsciente y nuestro consciente, más ocupado en atender y centrarse en asuntos de mayor tranquilidad, placidez y sosiego.

Lo cierto es que la muerte es algo en lo que no solo no deseamos pensar sino que huimos de ella y de lo que significa. Todos y todas tenemos palabras compartidas de consuelo, mensajes socialmente consensuados para ofrecer afecto y soporte en estas situaciones de dolor. Para no mirar de frente y sin escudos al miedo, al desconsuelo, a la angustia y la tristeza de decir adiós.

No me quiero morir. Me asusta mi propia muerte. Sin embargo me aterra aún más la muerte de las personas que quiero, aquellas con quienes habito el mismo tiempo, espacio y lugar, con quienes comparto las rutinas de nuestros días, que representan la urdimbre de nuestros relatos, narraciones y vivencias.

Siempre he pensado que al morir, dejamos de existir en este mundo para trasladarnos a un planeta genuino, sincero y dulcificado: el de los recuerdos. Vivir en la memoria de alguien, que alguien viva en la nuestra como esperanza y atenuante al dolor, a la tristeza de despedirse para siempre.

La muerte de generaciones anteriores me provoca tristeza. La muerte de mi generación, miedo y ansiedad.  En ambos casos, la posibilidad de vivir en el recuerdo me ampara y protege. Reconforta, aunque sea en parte, y atempera emociones difíciles de gestionar.

Sin embargo, la muerte de generaciones posteriores rompe por la mitad, araña el corazón, limita la capacidad de respirar, congela cualquier atisbo de esperanza, enmudece palabras de consuelo y estrangula los abrazos donde poderse refugiar.

Interpretar la muerte como despedida, pero sobre todo como fracaso, como un espacio oscuro y tenebroso donde emergen las culpas, las riñas a destiempos, el no hacer caso, no escuchar, no abrazar sin medida por las prisas del día a día. Pero sobre todo, la percepción errónea, martirizante y equivocada de no haber hecho todo lo posible, de haber fallado en nuestra función de proteger.  Admitir que todo el amor del mundo no ha sido suficiente para defender, para escudar, para sostener y ofrecer posibilidades e ilusión.

Sobrevivir generaciones futuras nos condena a un presente sin futuro, confeccionado con retazos y destellos del pasado, sin la posibilidad de los días venideros.

No encuentro consuelo para despedir la vida de quien muere antes de tiempo. Quizá el único alivio sea detenerse a mirar despacio el pasado, sin culpas ni condenas para recordar que hicimos todo lo que pudimos y supimos para ofrecer felicidad, para brindar abrazos y consuelo en los dias tristes, sonrisas y compañía en los momentos alegres, oportunidades, caminos y posibilidades ante futuros aún sin estrenar. Observar el pasado con serenidad para vivir en un presente de recuerdos felices, honestos y duraderos.

Para que el pasado nos permita, pese a todo, seguir viviendo.

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