La frontera de los cuerpos

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Era miércoles, mitad de semana, sin la dureza de los lunes ni la ligereza de los viernes. Un día anodino, con miles de pequeñas gestiones acumuladas, con reuniones infinitas y sin tiempo para cafés de desahogo.

Era miércoles y en mitad de la vorágine de papeles y tareas sin hacer, fui a hablar con uno de mis internos para explicarle detalles que consideraba urgentes. Mientras esperaba de pie en el despacho, hojeaba el calendario de la pared, planificaba mis próximos eventos. Programaba vacaciones con la mente en las musarañas. Una gran sonrisa abrió la puerta y sin preámbulo ni explicación sus brazos me rodearon y me sostuvieron en un abrazo mindfullnes y, por qué no decirlo, tremendamente acogedor.

Confieso que en ese momento no fui capaz de hablar ni de explicar, de establecer límites quizá antes no definidos. Nunca antes me había encontrado en una situación similar. Excepto en dos ocasiones que atesoro con cariño y en las que hubo pregunta previa (¿Me podría dar usted un abrazo?), lo cierto es que tiendo a mantener distancia física con las personas con las que interactúo en mi trabajo. Si acaso pequeñas caricias ocasionales o leve roces de manos en momentos de demasiada intensidad y desasosiego.

El abrazo de aquel miércoles, carente de cualquier connotación sexual pero colmado de emotividad, me ha removido por dentro, me ha planteado dilemas, ha resquebrajado mis barreras de seguridad, esas que creía tan firmes y seguras. Es posible que el abrazo de este chico (que podría ser mi hijo) me haya situado sin él saberlo frente a una sensibilidad y humanidad que antes no había tenido tan en cuenta.

¿Está la profesionalidad reñida con la afectividad? ¿Debería ser el propio cuerpo un elemento más para el tratamiento penitenciario? ¿Es nuestra piel un censor de libertad? ¿Vivimos el contacto físico de manera diferente los hombres y las mujeres?

La primera de estas cuestiones me conecta, sin remedio, con una de las últimas entradas del blog de mi admirada Belén Navarro, donde reflexionaba sobre la exposición emocional en nuestras profesiones de ayuda. Al igual que Belén, y pese al miedo que en mi sector existe, lo cierto es que cada vez oculto menos mi vulnerabilidad, mis emociones respecto a determinadas situaciones. Son cada vez más frecuentes las veces en las que rescato detalles de mi vida personal para trabajar determinados conceptos. Sin embargo, pese a que esta exposición es muy medida y estudiada por mi parte, en ocasiones me asalta la duda. Me pregunto si exponer determinadas facetas de mi vida personal, reconocer emociones de manera natural o verbalizar vulnerabilidades puede restar profesionalidad y sobre todo efectividad a las intervenciones.

Supongo que el tiempo resolverá mis reservas. Por el momento y hasta que se disipen mis dudas, prefiero seguir creyendo que la puerta más segura es precisamente aquella que se puede dejar abierta. Y que es imposible pretender transformar y acompañar sin reconocer que todas y todos sufrimos, que nos duelen las situaciones propias, pero también las ajenas. Para intervenir necesitamos metodología y conocimiento, pero también, y mucho, corazón y afecto. No debería la ciencia estar reñida con la emoción.

Sin embargo, es necesario admitir que en la emotividad juega un papel fundamental nuestro cuerpo. Y es en este punto, en el contacto físico donde encuentro el escollo mayor para mostrar afectividad.

Recientemente he estado leyendo «La educación física«, de Rosario Villajos. Me ha hecho recordar cómo las mujeres construimos nuestra identidad con la presencia constante y continua de la culpa, con el cuerpo como principal, y si me apuras casi único elemento identitario. Reducidas a meros objetos en demasiadas esferas, las mujeres nos autopercibimos con frecuencia como simples cuerpos al servicio de otras personas, en lucha constante con las arrugas, los kilos de más, las canas y cualquier signo visible de envejecimiento. Cuerpos para el placer ajeno sobre los que recae la responsabilidad y sobre todo la culpa de cualquier agresión o abuso. Cuerpos sexuales y sexualizados, carentes de emociones y afectividad. Marcados por el miedo y temor a ser ultrajados y dañados. Así de esta manera, percibimos cualquier roce en nuestra piel como una amenaza, como la antesala de una posible sexualidad, en muchas ocasiones no deseada.

Sentir unos brazos alrededor de mi cuerpo con la sola pretensión de demostrar afecto me desconcertó. Y aunque me asustó y atemorizó, me ha permitido conectar con la posibilidad de una afectividad no sexualizada. Me ha hecho delimitar la frontera de mi piel, las batallas diarias con mi propio cuerpo. Me ha permitido olvidar (al menos por un momento) el relato y la cultura del miedo tan presente y tan certera.

Es muy difícil ser tocada sin que salten todas las alarmas. Es muy difícil tocar con la sola intención de demostrar afecto, sin ningún tipo de deseo o pulsión sexual. Tocar para recordar que nuestra piel merece ser abrazada, acariciada, tranquilizada y respetada. Tocar para recordar que seguimos estando viv@s y no solo para ofrecer placer.

El abrazo de este chico que podría ser mi hijo, un miércoles cualquiera de invierno, me hizo descubrir las fronteras de mi cuerpo para recordar que no soy un robot de intervención social.

Ni falta que hace.

Habría sido mejor aprender que el cuerpo, uno cualquiera de carne y hueso y vísceras y sangre y bacterias y mierda, era su encarnación más absoluta, y asumir que cada uno era perfecto en su categoría, en la de no competir con nadie, ni siquiera contra sí mismo.

La educación física. Rosario Villajos

2 respuestas a “La frontera de los cuerpos”

  1. Avatar de Laura
    Laura

    Una vez más, brillare. Me encantó.

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  2. Avatar de joaboceta
    joaboceta

    ¿Para quésirven los cuerpos, los brazos, si no es para tocar las almas? Solo son un instrumento

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